miércoles, 18 de julio de 2007

Lo que hace el aburrimiento

Este texto que van a leer, quienes se atrevan, es el resultado de una de mis nocivas "Largas Tardes de Tedio", como aquella frase ("Me cago en el militarismo prusiano del XIX") acuñada por un servidor, espero que lo disfruten o, al menos, no me manden más anónimos amenazantes:

Medianoche, aquel instante exacto que divide nuestras vidas en una infinidad de pequeñas fracciones de nuestro tiempo que, sin embargo, me pasaban como si fueran semanas, meses, e incluso años.

No es que me aburriera, o quizá sí, había dejado de pensar siquiera en si me preocupaban las cosas importantes de la vida mundana. Ciertamente no solía pensar en nada, me recostaba en la cama y miraba el infinito, aquel infinito oscuro y vacío de sentido que, a decir verdad, era lo único que me hacía pensar...

Eso y las estridentes campanadas que cada medianoche me despertaban, si no estaba despierto ya. Más de una vez me sorprendía mirando por la ventana, sin acordarme de lo que estaba pensando. Siempre ese monótono sonido de campanas, aquel simple sonido de campanas, no era más que eso, campanas. Pero entonces porque me sobresaltaban tanto, cada día me decía que era un estúpido por temer ese sonido, pero cada día, después de que el sonido cesara, me reía de una forma intranquila, como quien se ríe de algo tan trivial que sólo entiende él, y ni siquiera le hace gracia.

Pero era lo único que me mantenía con fuerzas para pensar, el querer saber el porqué de ese comportamiento. Si miraba a mi alrededor, mi habitación, no había nada que me ocupara el menor sitio en mi mente. La mesa del escritorio, el balancín donde oscilaba aquel payaso de trapo que siempre me había hecho pasar angustia, por no decir terror, pero que ahora no me aportaba nada nuevo; el viejo estante lleno de libros que había leído y releído muchas veces; el cuadro, sí, el cuadro, a decir verdad lo único que todavía me inspiraba algo, pero no sabía qué, el cuadro era Abadía en el bosque, de Caspar David Fiedrich, aquel paisaje desolado que tanto se parecía a mi vida, pues en ese paisaje desolado y vacío había habido prosperidad, como en mi vida, ahora me veo reducido a vivir en una casa con apenas un cuarto, las paredes carcomidas, y los cristales tapados con esparadrapo, simple esparadrapo, lo que no evita que se filtre el agua…

Ni el sonido, el sonido de aquellas infernales campanas.

Llovía, y me levanté a mirar por el cristal la imagen de aquella melancólica ciudad de Viena, aquella melancólica y decadente ciudad de Viena, vacía para mí de todo su contenido.
La lluvia daba un aspecto todavía más tétrico a la iglesia, más aun, pues la había visto de día y casi me había reído de su poder, de aquel poder que, aunque me riera, no podía evitar que me atrapara, cada medianoche. No era como la abadía del cuadro, condenada a permanecer eternamente en aquel amanecer (o puesta del Sol, poco importaba ya), prisionera en aquel instante eterno.

La lluvia batía monotonamente los cristales de mi habitación, de la cual salía sólo para comer.
Me recosté en la cama y miré a mi alrededor: los libros leídos y releídos, el payaso, el cuadro, la ventana, la iglesia, la pared, otra vez los libros leídos y releídos, seguidos del payaso, del cuadro, de la ventana, de la iglesia, de la pared, los libros… y por fin el sueño, que me transportaría a la mañana siguiente, el desayuno, la lectura, la comida, la lectura, la cena, el sueño, las campanadas a medianoche, la reflexión, el sueño, el desayuno… y la muerte.

Penoso, verdad, creo que os lo advertí en "Vayamos por partes".

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